Un relat de cinc. Cinc dones. Érem imparells i i a algú li havia de tocar un grup de cinc… Aquest el componen la Palito, la Xurri, la Gaby (collins, quins nicks!), l’Andrea i l’Antígona. Que ens ho fan en castellà i en un to melangiós. La Sara rep un regal d’un amic llunyà El fet li fa evocar-lo, i en l’evocació, s’escalfa el tema. L’amor, l'enyor… I ja està liada! I que hi ha pitjor que una dona enamorada? Un tio no correspost… Vibreu, com ho fe fet, jo amb aquest relat. És d'un nivell palatí.
Princesa
"¡Muchas felicidades, Sara!" leyó ella en la pantalla de su anticuado móvil. "Se ha acordado de mí", pensó. "No me ha olvidado... no del todo, vaya..."
Pip pip-pip pip, cantó alegremente el móvil de nuevo. Otro mensaje de texto. Volvía a ser de él.
"¿Te ha gustado mi regalo? Si todo ha ido bien, está encima de tu cama"
"¿Mi regalo? ¿Qué regalo? Yo no tengo na..." pensó ella, entrando en su habitación. Allí había un paquete, lo que a las claras era el regalo que él (¡¡él!!) había hecho llegar a su dormitorio, ¡a su cama! A tantos kilómetros de distancia, ¿cómo lo habría conseguido?
Sara estaba más contenta por el hecho de haber recibido esos dos mensajes y ese paquete envuelto en colores anaranjados y rojos, que por el contenido del mismo... Estuvo varios minutos sentada a su lado, hipnotizada por la etiqueta "Deseo que te guste" y los dibujos abstractos del papel de regalo. Al final, lo cogió en sus manos. Era un paquete pesado, compacto, duro. "¡Un libro!"
Rasgó impaciente el alegre envoltorio y vio por fin su regalo: era un libro, efectivamente. Un libro que ella ya había leído, de hecho, lo había comprado hacía dos años pero por circunstancias ajenas a su voluntad, había dejado de poseer...
Pasó las yemas de los dedos por las grandes letras sobreimpresas del
título: "Grandes esperanzas”, de Charles Dickens, mientras murmuraba el nombre de quien le había enviado ese regalo tan especial...
Se levantó y se dirigió al comedor, llevando consigo el libro. Abrió de par en par las ventanas, dejando que el sol del verano lo bañara todo, y se acomodó en el sofá dispuesta a sumergirse un par de horas en los recuerdos que ya llevaban un rato haciéndole cosquillas en el pecho, y en las sensaciones que la lectura iba a refrescar.
“Siendo Pirrip el apellido de mi padre, y Phillip mi nombre de pila, mi lengua infantil no alcanzó a hacer de ambas palabras nada más largo ni más explícito que Pip“.
Sonrió y volvió a cerrar el libro. La imagen veneciana de Turner en la portada le hizo elevar la vista hacia la reproducción de “Rain stem and speed”, que desde la pared le devolvió una vez más a la sala de
—¡¡¡No!!! —exclamó de pronto y se obligó a pensar en otras cosas.—Recuerda que la última vez que dejaste que tu mente calenturienta recorriera ese camino, terminaste rompiendo el vibrador. Y aún no has comprado otro.
Caminó hasta la cocina y mientras calentaba agua para un café; una maravillosa sonrisa apareció en su cara.
¡¡Eso es!! Si tú no vienes, seré yo la que vaya a tu lado.
Una carcajada escapó de sus labios solo de pensar en la sorpresa que se llevaría. Sería genial; él la tomaría entre sus brazos, mientras la llamaba loca por haber recorrido una distancia tan grande para verlo, la besaría como solo él sabía hacerlo y, ¡¡por fin!!, volverían a hacer el amor.
* * *
¡¡¡Lo que me haces hacer Pip¡¡¡¡. — Pensó en sus adentros, 20 horas entre aviones aeropuertos y ahora media hora en un jeep gigantesco para llegar a un mar hirviente de arena y olor a sal. “Es aquí señora, bienvenida a Valizas, aquí vive él”. Era mágico, sencillo, pero enamoraba, una especie de choza rústica, a dos aguas, pintada de mil colores, la hamaca colgando, el pequeño jardín… pero no estaba. Entró por detrás, dejó sus cosas y vio el viejo tocadiscos, ojeó los discos de pasta, recordando esas etiquetas circulares descoloridas por los años, acarició el poster inmenso de la inolvidable “The Kid” de Chaplin, y salió en su busca…
Caminó en contra de la fuerte brisa salada para conquistar el Atlántico con sus pequeños pies, cerró los ojos sintió la energía en el cuerpo, y una nube pasajera le dejo caer unas pequeñas gotas en el rostro que le hicieron sonreír. El sol la encandilo al abrirlos nuevamente y sintió una especie de mancha borrosa a su derecha, ahí estaba, el de la foto, “el cerro de la Buena Vista”. Una duna gigante, inmensa, un mar de arena tocando el mar… Camino hacía el, se recogió la falda tan larga como sus piernas, se dejo llevar por el agua y cruzó la desembocadura del rio, ensopada, se encaminó hacia la cúspide, aunque fuera lejos, quería ver lo que él veía, eso que lo enamoraba tanto… que lo alejaba de ella.
No fue tan difícil, sí solitario, pero qué podía decir, cómo podía ella sacarlo de allí, los cuatro puntos cardinales a sus pies, el océano infinito, el campo verde, el monte de ombúes, y la infinidad de bahías que se sucedían, el agua la tierra, el aire, el sol, todo ahí para él… casi derrotada, como si toda ella no pudiera con ese lugar, bajó con pies pesados, enterrándose en la arena, llegó a la orilla y se sentó, las piernas juntas y las manos abrazándolas como consolando… el sol se estaba poniendo detrás del cerro, la sombra la cubría…
Ligeramente deslumbrada por la luz del poniente, bajó la cabeza y miró distraídamente hacia su izquierda. A lo lejos, recortada por el brillo rojo del atardecer, se vislumbraba la silueta de una pareja que se abrazaba con ternura mientras caminaba con lentitud hacia ella. Se recostó blandamente sobre la arena, contemplando la imagen de dimensiones crecientes y abandonándose con languidez a las cálidas sensaciones que su visión comenzaba a despertar en su pecho. Hasta que, de repente, todas ellas se transformaron en una inesperada y amarga punzada de dolor. El hombre de rasgos oscuros que rodeaba la cintura de aquella muchacha de largos cabellos y ahora inclinaba su cabeza buscando su boca no era sino él. Él.
Como si hubieran cobrado vida propia, sus piernas se levantaron con precipitación, levantando una polvareda de arena, y echaron a correr hacia la casa. ¡Desaparecer!, bramaba una voz en su cabeza, ¡desaparecer! Y con ella la sorpresiva presencia del estribillo de una vieja canción de Sabina lastimando sus oídos: “Ahora es demasiado tarde, princesa; búscate otro perro que te ladre, princesa”.
Era ya hora, pensó irónicamente al cerrar tras de sí la puerta de la casa que apenas había llegado a conocer, de que esta “Princesa” se hiciera con un nuevo vibrador.
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